Espero que allá
encuentres todo lo que buscás. ¿Qué
busco en París? En la Casa Argentina está la habitación en la que
vivió Julio Cortázar entre los años 51 y 52, con una placa en la
puerta; por las paredes uno se encuentra con frases de sus libros en
hojas que imprimen y pegan; en la biblioteca hay un cuadro grande con
su cara. Parece un santuario, me burlo. Pero en el bolso, en vez de
los necesarios libros de idiomas, elegí traer su novela. Después me
enojaré: ¿por qué estás enterrado acá, Julio?
En
París Viernes dieciséis de agosto de
dos mil trece
J'ai eu un moment
l'impression ridicule qu'ils étaient là pour me juger.
Albert
Camus, L'étranger
¿Pero
cómo comenzó el viaje? Mucha
suerte; te lo merecés; que sea increíble; te quiero ver; sacá
fotos; vas a aprender mucho por allá; ya vas a ver; llegá allá y
escribime; no vuelvas más; voy a rezar por vos; aprovechá para
recorrer que uno nunca sabe si después; mientras que no te vengas
afrancesado; disfrutá, no te encierres.
A person in your position,
maybe you can do something.
Me preguntaba si podría. No
había salido de viaje en mucho tiempo y este presentaba ciertas
dificultades. La vida de estudio obliga a estar sentado y puede
entorpecer el andar. ¿Sí podré? Para escribir hay que pasar por
ciertas cosas, dicen algunos, para escribir hay que recorrer el
mundo. Ahora no creo que sea así. No se sabe porque no se escribe.
Pero sin embargo, en un lugar como este, con ciertos aspectos
culturales con cientos de años, quizás sí sea interesante estar.
Quedaría
tan bien si acá citara un fragmento de Rayuela.
Como algunos columnistas argentinos que para levantar su baja calidad
llaman cada tanto a Borges.
Así
empezó el viaje: una avión grande, por lo menos más grande que los
de cabotaje de aerolíneas. Unas azafatas españolas simpáticas -más
de una me pareció muy bella-, con sus tonadas, con sus sonrisas. Dos
azafatos. Un vecino, Lucio, con quien hablé; que iba a visitar a su novia, que
era porteño pero decidió mudarse a Bariloche para alejarse de la
droga del Bajo Belgrano (ese ambiente oscuro, de muerte),
que allá estudió letras en cuatro años en la nueva Universidad de
Río Negro.
Por los pasillos del avión
la gente pasa todo el tiempo. No se puede fumar.
Por qué caigo tan seguido en
Vargas Llosa. No me gusta que defienda algunos modelos económicos.
Sin embargo no me podía quitar de la cabeza el tema que eligió para
su último ensayo. Lo agarré. Leí en el vuelo.
La entrada de la modelo y
cantante Carla Bruni al Palacio de Elíseo como Madame Sarkozy y el
fuego de artificio mediático que trajo consigo y que aún no cesa de
coletear, muestra cómo, ni siquiera en Francia, el país que se
preciaba de mantener viva la vieja tradición de la política como
quehacer intelectual, de cotejo de doctrinas e ideas, ha podido
resistir y ha sucumbido también a la frivolidad universalmente
imperante.
(Vargas
Llosa, Mario, La civilización del espectáculo,
2013, p. 51).
La
política actual -mundial- como espectáculo televisivo, encuesta
dependiente, risa dependiente. Ídem el periodismo y otras materias.
Igual otras artes. Una civilización en la que hasta los profesores
tienen que hacer chistes para que atiendan en su clases, una en la
que el peor insulto puede ser que te digan amargo.
¿Vine a Francia en búsqueda
de más frivolidad? No. Una idea: que en los lugares donde hay una
fuerza de ese tipo también hay un opuesto, quizás una fuerza
cultural antigua. ¿Vine a Francia para buscar cultura? Y después
para contribuir. ¿Contribuir con quién? ¿Aprender el nombre de una
plaza es cultura? No sé. Voy a Francia a estudiar en una buena
Universidad. ¿Las instituciones europeas y estadounidenses son
mejores porque son más caras, por más que dejen afuera a muchos de
sus propios ciudadanos? No sé. Estudiaré.
Barajas,
el aeropuerto de Madrid, es enorme. El avión recorrió unos cuantos
minutos con sus ruedas. Los españoles no tenían ganas de
recibirnos; o quizás, no estaban de buen humor porque eran las cinco
de la mañana. Nos hicieron sacar todo, “¡ordenadores fuera,
bolsillos vacíos!”. ¿Para qué las zapatillas? Seguridad. Quizás
sólo son malaprendidos. Quizás sólo están cansados. O las reglas.
A una de mis compañeras la retienen con más preguntas. Ella se
preocupa, dice que es por su cara. Tiene descendcia siria -bastante
cercana de hecho-; su padre le contesta en un mensaje que sí, así
será, nosotros no pasamos así nomás.
El amanecer fue lo más
glorioso; apareció la luz entre las nubes del fondo, hasta que salió
el redondo, ese, naranja al principio, que iluminó los aviones en la
pista, se lo veía allá a través de los enormes ventanales del
primer piso. Del otro lado: casas, en una especie de colina, y una
torre alta con una cruz.
El
aeropuerto de Francia es diferente. Está más cuidado, tiene varios
colores, está bien presentado. Pasillo pequeño al llegar, mural
transparente en el fondo del lugar para recoger valijas, claridad
solar. ¿Cómo se sale de ahí? Una compañera dijo que le hablaron
del OrlyVal, un tren
que a veces sube y otras baja, que toma una velocidad que impresiona,
que tiene grandes vidrios para observar. Un métro
automatique. (Y
después sí conexión con un tren verdadero -digo más común,
tradicional. RER B, estación Cité
Universitaire.
Una de las primeras casas que se ven es la Argentina. Maison
de l'Argentine).
Mientras mis compañeras
compraban el pasaje pasó un negro alto, habrá tenido casi dos
metros, que limpió el mostrador en el que trabajaba la vendedora
-que sólo quiso hablar francés. En la casa de cambio me había
pasado algo similar: después del hombre que estaba primero, una
mujer negra, con una sonrisa, me pidió permiso y limpió el vidrio
de la cajera. Con razón todo brilla.
Tentación a pensar de
primera. En Francia limpian los negros. La mayor cantidad de tiempo
posible.
Isabelle
me respondió en español y sonrió. Hace trece años que trabaja en
el ingreso a la Casa Argentina. Sus formas y sus rasgos son
franceses. Entendió todo por más que se lo presenté complicado. Reservó
la habitación ocho. Bonjour.
Dejé
a mis compañeras en su habitación. Debía empezar la caminata para
encontrar el Hostel de la primera noche. Caminé por Bd
Jourdan, derecho, tout
droit, y después debía doblar
a la derecha. No era tan cerca y hacía calor; de eso me doy cuenta
ahora. Muchos musulmanes -mujeres con la cabeza tapada-, asiáticos y
negros en el camino. ¿Dónde están los franceses? Sí están, pero
me llamó más la atención lo otro. El tranvía que pasa al costado
parece del futuro. Las personas se suben y funciona. Casi sin ruido.
Tantas cosas parecen limpias
y nuevas. Los autos no tienen mugre, no se ven modelos viejos. Lo
mismo con las bicis; señoras de edad, elegantes y paquetas, sobre
pedales. El calor de agosto. Escuchar el idioma francés al andar.
Escuchar otros idiomas.
Me perdí y llegué gracias a
la ayuda de un verdulero chino que me habló en francés. Llegué.
Escuché que el recepcionista del Hostel hablaba con alguien en
castellano, acento latinoamericano, sin ganas de atender a nadie.
Habitación doscientos quince, cama tres. Me repitió una frase dos
veces, como si debería haber entendido; “te hablo de un euro que
debes depositar, no de eso”. Entendí. Lo vi comer en seguida junto
al mismo mostrador -quizás el hambre.
¿Cuántas horas trabajan los
empleados franceses? Tanto que les gusta la izquierda y los derechos
humanos.
Salí
a buscar mi propia comida, no podía más del hambre, casi las cuatro
de la tarde. Me salvó otro chino con su comida china a dos cuadras;
quería tener cuidado con los restaurantes primero, igual me pareció
caro. Salí y me senté en la pequeña plaza de en frente; pequeña
en serio, no sé si es una plaza: un triángulo entre la rue
Cambronne, la Blomet,
y Général Beuret.
Casi me dormí ahí sentado. Llegué con esfuerzo a la habitación;
abrió después de unos golpes la brasileña que estaba adentro, que
había trabado la puerta. Después supe que era brasileña; cruzamos
algunas palabras y me dormí, cama cucheta, arriba, la número tres.
Una
hora después, casi seis de la tarde, consigo pasajes para le
Tram, y regreso a buscar a mis
compañeras. Paseamos por el barrio, entramos a un supermercado, casi
nos perdimos. Se hizo de noche. Volvimos a la Casa y preparamos unos
mates como si estuviéramos en abstinencia, como si fuera una especie
de defensa.
Salimos
de nuevo de noche. Disfruté del calor de nuevo, ese viento que no
quema pero tampoco está frío. Derecho hasta la Porte
d'Orléans y luego por la
avenida Général Leclerc.
Hamburguesas árabes de cena -sí, es así. Vi que un señor estaba
acostado dentro de su carpa en la esquina, con un perro, y un vecino
bien vestido le hablaba parado junto a la entrada.
Me
despedí y decidí caminar de nuevo hasta el Hostel. Más de la
medianoche en París. Misma rue de Vaugirard pero
ahora más oscura, con menos personas. Igual crucé algunas que
estaban sentadas en la vereda; unos en un cumpleaños, se gritaban
cosas. París está vacío, esucharé después, porque es época de
vacaciones y la mayoría viaja.
¿Qué tal será dormir
ahí esta noche? Me
reconforta saber que al otro día podré estar en la Casa Argentina.
El Estado. ¿Quién dice que no está presente? Hasta acá. Me
reí sólo; sabía que esa reflexión tenía por lo menos dos
verdades. Pero además aproveché para pensar sobre mi despertar
nacionalista de las últimas semanas. Agarrarse de algo antes de
salir. Pero es entendible también: recordé un estudio de Carlos
Escudé -como estoy con los defensores del liberalismo económico-
sobre las enseñanzas nacionalistas en la primarias y los secundarios
argentinos. Viene de educación.
Lo importante, quizás, sea
administrarlo con prudencia.
Sé que un día llegué a
París, sé que estuve un tiempo viviendo de prestado, haciendo lo
que otros hacen y viendo lo que otros ven. Sé que salías de un café
de la rue du Cherche-Midi y que nos hablamos. Esa tarde todo anduvo
mal, porque mis costumbres argentinas me prohibían cruzar
continuamente de una vereda a otra para mirar las cosas más
insignificantes en las vitrinas apenas iluminadas de unas calles que
ya no recuerdo. Entonces te seguía de mala gana, encontrándote
petulante y malcriada, hasta que te cansaste de no estar cansada y
nos metimos en un café del Boul'Mich' y de golpe, entre dos
medialunas, me contaste un gran pedazo de tu vida.
(Rayuela).
Mucho
tiempo de caminar y no sabía en cuál doblar. El cansancio y la
alegría. Quizás en esta.
Giré a la izquierda y arriba, bien alto, estaba la tercera parte de
la torre, llena de luces que titilaban, con el faro gigante que pasó
por arriba de mi cabeza. La atracción por lo material. Un montón de
metales y luz; y sin embargo -y estaba equivocado- me fascinó. Me
quedé quieto un par de minutos. Estaba muy contento. Más abajo, en
esa misma cuadra, vi el cartel de mi hospedaje: Aloha.
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